Hace apenas unos pocos miles de años, el ser humano necesitaba un sistema de alerta que una vez encendido le ponía en condición de huir o de atacar. El miedo era el detonante y este dispositivo de supervivencia una vez pasada la situación de peligro era desconectado y se volvía a la normalidad. El corazón y la respiración recuperaban su ritmo, los músculos se relajaban y nuestro cavernícola volvía rápidamente a ocupar su mente en la recolección y la caza, en la fabricación de utensilios o en la reproducción.
La humanidad era bastante homogénea y la economía era de supervivencia. La esperanza de vida en el mejor de los casos rondaba los treinta años. Pero un día apareció la agricultura, los excedentes, los que manejaron esos excedentes y los que trabajaban cada vez más para aumentarlos, creándose las clases sociales y la forma de perpetuarlas: el uso del poder, la fuerza y el miedo a escala cada vez mayor, para conservar esos privilegios y heredarlos. En ese afán producto de nuestro cerebro de bestia y de la selección natural, la humanidad no se ha detenido ante nada durante toda su historia. Se han arrasado culturas, se han exterminado razas, se ha expoliado, violado, perseguido, torturado y asesinado, muchas veces incluso poniendo a la religión como excusa. Seguimos presenciando matanzas y exterminios, incluso en el suelo de nuestra civilizada Europa, como el de hace apenas unos años en la antigua Yugoslavia, ante la mirada indiferente de sus “cultos” vecinos. En la guerra el miedo es imbatible, la verdad la primera víctima y los únicos que ganan son los vendedores de armas.
Actualmente hay más de 30 guerras en el mundo y tres mil millones de personas viven en la miseria absoluta. Casi la mitad de la población mundial ni siquiera tiene acceso a agua potable. Cada segundo muere un niño de hambre, pero incluso en nuestra “moderna” sociedad globalizada, nuestras mentes frenéticas disparan alarmas constantemente ante la simple idea de lo que puede pasar, ante la insatisfacción creciente por vivir en un mundo en cuyo destino podemos influir cada vez menos, y que controla cada vez más nuestra realidad personal y define nuestras expectativas materiales y sociales. En suma, un entorno que nos frustra como individuos y que nos obliga a competir aterrorizados, sin saber con qué. Como un caballo desbocado que va a toda velocidad a ninguna parte.
Paradójicamente nuestras alarmas se disparan más frecuentemente que hace miles de años y nuestro cerebro en realidad no ha evolucionado mucho desde la edad de piedra. Ya no nos sirven para huir o defendernos. El miedo, el temor, el estrés, la competitividad, como queramos llamarlo, aparece incluso ante un simple pensamiento, pero nuestro corazón y nuestro sistema nervioso se comportan como si huyésemos de un tigre de dientes de sable. Ese estado de alerta exagerada nos debilita, nuestra salud se reciente, aparecen enfermedades que nos producimos nosotros mismos porque confundimos a nuestro propio sistema inmune. Muchos además viven entre el sedentarismo, los problemas de peso, la depresión. Nos sabemos frágiles e intentamos buscar falsas seguridades, nos venden modelos y cánones de belleza, de estilo de vida. Nos confundimos tanto que con frecuencia sobrevaloramos las cosas más banales, como una simple afición, mientras que ignoramos los hechos más importantes de nuestro propio entorno. Creamos ídolos de barro, buscamos válvulas de escape en el alcohol o las drogas. Nos llenamos de etiquetas en busca de una identidad, intentamos parecernos a lo que queremos, pero no a nosotros mismos, porque en el fondo no sabemos quiénes somos aunque tengamos mil títulos y papeles que nos mencionan y catalogan.
Por eso muchas veces tenemos momentos de vacío infinito en medio de la multitud, solos entre la gente, y la algarabía: deshumanizados. El estrés (que no es otra cosa que el miedo) se ha convertido en un estilo de vida, nos gusta estar muy ocupados, ponernos metas muy altas. Ignoramos que el tiempo pasa, que no hemos contemplado un atardecer más con quienes queremos, que la felicidad se aleja a pasos agigantados, sin que sepamos qué hacer para evitarlo. Intentamos compensarlo con la eterna lucha por rodearnos de seguridades materiales que solo enmarcan de forma aún más patética nuestra miseria espiritual. Proliferan las jaulas de oro, te la personalizan de forma industrial, te hacen pasar toda la vida decorándola para que imagines que te la llevaras contigo cuando la vida venga por la vida y te reclame el agua y el carbono que te prestó.
No sabemos disfrutar, ni relajarnos, ni abstraernos, ni meditar, ni explorar nuestra mente, ni escuchar nuestro corazón. Preferimos una soledad concurrida, mucha gente que sonría, que no se cuestione nada, gente bella y dicharachera que nos vea igual. Entre más homogénea y maleable la masa, menos mediocres nos sentiremos y más a gusto estaremos en la comparsa, que no venga nadie con un silencio atronador a nuestra fiesta, con una pregunta inquietante o con un ataque de ética o una idea blasfema, ni mucho menos con un ataque sensibilidad que amenace nuestra cordura y nuestro equilibrio.
La otra cara de la moneda la conocemos todos los que hemos estado en países de tercer mundo, donde te cruzas a diario con personas que a pesar de su pobreza material, parecen genuinamente felices y tranquilas. Solo después de una estancia prolongada entre ellas nos damos cuenta de la razón: son generosos e intuitivos, tienen muchas ilusiones, te enseñan todo lo que saben, abren su corazón de par en par para que leas en el la historia de su vida personal, y quieren leer la tuya, saben escuchar, no dudan en soñar delante de ti con los ojos abiertos, ni de sonreír ante la adversidad, son gente recia que sabe andar sin prisa bajo la lluvia y en medio de la dificultad te preguntan cómo estás, mirándote a los ojos porque realmente están interesados en saberlo, gente que saben que para ser feliz hay que estar feliz y no tener miedo, ni prisa, y saber jugar y cantar, y emocionarse como un niño ante el Dios de las pequeñas cosas…………..el de la felicidad.
Texto: Dr. Pablo Bohórquez Rodríguez